José Miguel Soto Jiménez, ex secretario de las Fuerzas Armadas durante el gobierno de Hipólito Mejía. |
SANTO DOMINGO.- El ex secretario de las Fuerzas Armadas, José Miguel Soto Jiménez, dijo ayer que no puede permitirle al ex presidente Hipólito Mejía, ni a nadie, que lo llame traidor, porque como jefe militar de su gobierno actuó con absoluta lealtad, pero sin adhesión abyecta ni tolerar los insultos a que el ex mandatario está acostumbrado.
En una carta a Mejía en la que responde declaraciones del ex gobernante, quien el pasado martes declaró que Soto Jiménez “se vendió a un gobierno contrario”, el ex jerarca militar dijo que “no tengo alma de lacayo y soy dueño absoluto de mis actos y de mi vida pública”.
A continuación, texto de la carta de Soto Jiménez a Hipólito Mejía:
Con el ánimo reposado de la sensatez, pero con la firmeza a que me obliga la integridad de quien como yo no alberga odios infecundos, bajezas rastreras ni mucho menos temores vanos, me he decidido escribirle esta carta pública para hacerle frente a las graves, gratuitas, infundadas, absurdas y desconsideradas acusaciones que me ha hecho usted en los medios de comunicación.
Admito, que para hacerlo, debo luchar con mis indeclinables sentimientos por el agradecimiento y respeto que me ha merecido siempre su distinción y, por el otro, con los perfiles de una hombría responsable a toda prueba, que no puede transigir con este tipo de irrespetos a la amistad consecuente que dice usted ha practicado de forma coherente durante toda su vida.
Interpreto, por la desaprensión de sus palabras y la ligereza olímpica de sus expresiones, que ha sucumbido a los encantos pérfidos de ese corifeo de alabarderos que lo rodea en su corte de exquisito feudo pastoril, a algunos de los cuales usted me confiaba despreciar, haciéndome confidencia graciosa de los dardos envenenados que disparaban contra mí.
Sin embargo, créame que, a pesar de su actitud inconsecuente, sólo me impulsa salir en defensa de un nombre que ni usted ni nadie puede ensuciar, ya que ha mencionado en sus declaraciones la palabra traición, la más abominable y execrable de todas las palabras del diccionario, porque resume en sí misma la bajeza, la indignidad y, sobre todo, el quebrantamiento de la más noble expresión del sentimiento humano que es la lealtad.
Si fuera solo en el plano personal, en el plano de esas desafecciones virulentas y folklóricas tan frecuentes en nuestro medio, sería tolerable, como parte del ruido del carnaval ese que usted conoce tan bien; pero resulta que en mi caso, la lealtad no es un bien negociable y no me canso de repetir que pertenece de forma exclusiva a la nación, a sus atributos y a mis convicciones, a las cuales le seré fiel hasta la muerte.
No puedo permitir, por tanto, ni siquiera viniendo de usted, que nada mancille por rebote, con oprobios, injurias y traiciones tan elevado sentimiento. Ciertamente, creo que como ha insinuado de alguna forma, la amistad obliga en el plano de la reciprocidad al respeto y al afecto, pero de ningún modo a la adhesión abyecta, a la subordinación servil de criterio, a la inercia, a la inamovilidad y, mucho menos, a la tolerancia de insultos a la que está usted lamentablemente tan acostumbrado, con la excusa baladí de su carácter repentista.
En este plano, no solamente fui su amigo leal, practicando no la fidelidad irracional propia de ciertos animales domésticos, sino una lealtad activa pletórica en servicios dignos en el buen ejercicio de la misma. Creo que de muchas maneras me hizo usted expresión de su complacencia, hasta alabando en público las virtudes de mi colaboración, y sabe bien que nunca traicione su confianza ni su afecto.
Como servidor de su gobierno en el plano militar, fui objeto ciertamente de distinción, protección y consideración, pero yo también colaboré con usted incansablemente, a brazo partido, con eficiencia, sinceridad y honestidad, durante cuatro años ininterrumpidos, y estoy seguro que estuvo tan conforme, según me lo manifestó usted mismo, que no sólo me dejó en el cargo soportando, contra viento y marea, la lucha de los intereses de la corte, sino que tuvo a bien decirme después, en presencia de testigos, que si hubiese acogido algunos de mis consejos, algunas cosas no hubiesen pasado nunca. Naturalmente, hombre memorioso a toda prueba, deberá recordar que yo nunca le pedí el alto cargo con que me honró, ni mucho menos recuerdo que le solicitara nunca que me dejara en el mismo, como lo hizo de forma decidida, diciéndome en varias ocasiones que yo sería secretario mientras usted fuera Presidente.
No creo, y lo sabe usted, contrario a lo que algunos perversamente insinúan ahora, que durante determinados momentos históricos jugara yo dos cabezas. Hombre suspicaz, advertido y bien informado, no podría ser usted objeto de ningún engaño tan burdo y prolongado.
Contactos con el Presidente Fernández, más allá de la fábula de los egoístas impenitentes, no tuve nunca que no lo supiera usted y, en ningún caso medió nunca la indignidad, la infidencia tan propia de los hombres pequeños. Lo cierto es que nunca hice nada inconsulto en ningún caso ni circunstancia, y le consta que le dije siempre, no lo que usted quería oír, sino mis puntos de vista francos y llanos dentro del ámbito exclusivo de mi campo de acción.
Lo que no puedo exaltar de ningún modo son los despropósitos de las lealtades malgachas en términos politiqueros y electoreros que ahora se exhiben, primero porque usted, si no es que tenía un doble discurso, siempre me dijo que la primera lealtad era a la República, la segunda a las Fuerzas Armadas y la tercera al Presidente legalmente elegido por la voluntad popular, lo que llegó a declarar públicamente; segundo, porque yo nunca haría otra cosa que no fuera eso, y siempre estuvimos de acuerdo en ese tenor, cosa que también le agradezco de forma encarecida.
Cuando le advertí de ciertas prácticas impropias en este campo, por parte de ciertos jefes militares, usted siempre me dijo, mencionando sus nombres, que esas eran exhibiciones politiqueras de los que me querían tumbar del puesto, y yo le dije que, de todas formas, había que corregir la anomalía frente a un periodo comicial. Por eso emití varios memorandos respecto a la delicada cuestión, y pareció entonces que me apoyó en todo de forma efectiva, para bien de la democracia, a pesar de que me enteré que ciertos generales comandantes de brigada fueron llamados a su despacho por su edecán para que supuestamente no cumplieran mis órdenes el día de las elecciones del 2004, por estar yo “dudoso”, y esos oficiales fueron a darme la novedad, en apego de una conciencia institucional, ajena a esos asomos de “conchoprimismo” irreflexivo y barato.
No obstante, me quedé siempre con la impronta del Hipólito Mejía que forjé en mi admiración, y eso era lo que en realidad convenía a todos, frente a los desaguisados de los descerebrados que no encontraron apoyo en unos militares en su mayoría comprometidos con la democracia.
En cuanto a que yo después de dejar el cargo y usted la Presidencia, le debiera yo algún tipo de adhesión política incondicional por los favores recibidos, es un desconocimiento rampante de lo que son los principios e ideales del hombre integral y un irrespeto a la independencia de criterio que usted siempre celebró en mí. Sobre todo, porque yo seguí frecuentando su amistad de forma consecuente, sin cortesanías baratas, exhibiendo una independencia de criterio propia de mi nuevo estado de retiro, y expresé varias veces a los medios que ciertamente era su amigo y que agradecía su amistad, pero que no tenía compromisos políticos con usted ni con nadie, lo que realmente era cierto. Tras esa afirmación, me dijo usted frente a testigos numerosos que mi actitud era correcta.
Pero, además, recuerde (y en eso es usted muy bueno), que cuando salí de la vida militar, dando los primeros pasos como ciudadano civil, fui a consultarle, junto a otros ex militares, cual debería ser nuestra posición respecto al PRD, y usted nos respondió que si nos estábamos “volviendo locos”, que nos “quedáramos quietos y tranquilos”.
A diferencia suya, sin referir los detalles de lo que nos dijo en aquella ocasión, siempre he pensado que el PRD, con acendrada legitimidad histórica, ha sido en determinados momentos un instrumento idóneo de la democracia dominicana, teniendo una base de sustentación social que representa los sectores más humildes y mayoritarios del pueblo dominicano. Esa ha sido mi convicción prácticamente desde la infancia, antes de que usted, en algún momento de su carrera política, decidiera lo que hoy erróneamente me atribuye: dejar el socialcristianismo y adherirse a un partido del que yo, antes y después de incorporarme a la milicia, era admirador como a usted mismo le consta.
Por eso nos sorprendió cuando usted, al solicitarle su parecer sobre nuestra intención de hacer vida política en el partido que lo llevó al poder, nos dijera que nos mantuviéramos quietos, que no nos desesperáramos, pues que con usted había que contar para cualquier cosa, aludiendo así a una patrimonialismo político del cual por naturaleza reniego enfáticamente.
Eso me llevó entonces, paulatinamente, y mientras purgaba la lógica militar, a buscar mis propios caminos, más allá de cualquier expresión partidaria conocida. Pero incluso, cuando me decidí a dar mis primeros pasos en la política de forma independiente, bajo mis creencias y convicciones de carácter nacionalista, recuerdo también que me alentó usted al trabajo constante. Y debo especificar que, si no me dio nunca ayuda, yo no la requerí tampoco, como una forma amigable de romper amarras sin lastimar susceptibilidades comprensibles.
En virtud a un respeto mutuo que creía hijo de la estima sincera y respetuosa, buscamos en ocasiones orientaciones de su experiencia valedera, que poco satisfacían nuestras inquietudes. Pero, ya volando solos, le seguimos solicitando su opinión hasta hace algunos meses, esta vez requiriendo su posición frente al proyecto del Ing. Miguel Vargas Maldonado, a lo que usted nos dijo, como única respuesta, que nos mantuviéramos como las velas de los santos “ni tan cerca que queme al santo, ni tan lejos que no lo alumbre”, en una ambigüedad inexplicable, pero cargada como siempre de ese toque matrero y zahorí que lo caracteriza de forma admirable.
Habiéndolo cuestionado frente a un grupo de amigos sobre la conveniencia, en virtud de la amistad, de visitar en mis actividades a algunos políticos que eran sus adversarios, usted me dijo textualmente: “Júntate con quien te dé la ganaÖEso es parte del trabajo político”.
Reitero que no tengo ni tendré nunca vocación de oveja, sino de pastor; no tengo alma de lacayo y soy dueño absoluto de mis actos y de mi vida pública. Por tanto, no tengo que pedirle permiso a nadie para articular mis ideas ni entro en componendas telefónicas para azuzar a los lobos. No creo en los tapa bocas ni en los boches.
Respeto el derecho ajeno y exijo que se respete el mío; disiento cuando tengo que disentir, no hago coros y no acepto que nadie me elija mis amigos ni mis enemigos.
Si cometiera la indelicadeza, violando una especie de sigilo sacramental que no violaré, de reflexionar sobre lo que piensa usted en la intimidad de la mayoría de sus actuales alabarderos, podría pensar que hasta anda mal acompañado, aunque bien servido, de acuerdo a los requerimientos de sus actuales necesidades.
Comprendo que siendo de los arquetipos de esa nueva forma desideologizada de hacer política que domina nuestro tiempo, juzgue que todo se compra y se vende en este medio. Se equivocó conmigo: yo no tengo precio ni estoy en venta y no lo digo por el oprobio vertido contra mí en ese sentido, sino por lo que ha dicho usted con respecto a que le debía adhesión política eterna por esos cuatro años inolvidables. Si eso fue una compra a despecho de lo que valgo por mi carrera profesional, mis afectos y las humildes capacidades y méritos que pudiera yo tener, entonces se equivocó usted y me equivoque yo en nuestras apreciaciones y valoraciones al respecto, y estas observaciones deben servir de ejemplo a los militares profesionales para saber lo que dan y lo que reciben, en un ámbito institucional tan politizado.
En cuanto al ladrido de su jauría oportunista, sabe usted que no me asusta, ni me intimida, ni me perturba. No soy hombre que se amilana ni que se preocupa con las nimiedades y amagos de esos banderilleros de patio. Sabe bien que conozco tanto como usted esas cornetas y cornetines que andan con guardaespaldas numerosos y sus miedos, y sé lo que piensa usted también de ellos, porque me lo ha dicho a mí en presencia de otros, retratando sus individualidades mediocres con ese indudable toque de agudeza que posee para pincelar a veces la liviana raza de los seres de un día.
Muchos de esos le deben las posiciones que ostentaron a mi intervención frente a usted, y no lo saben, porque nunca hice como otros méritos de una potestad que le correspondía al símbolo presidencial, ni trafiqué con eso en busca de esas gratitudes de aposento que se venden en favores de compinches y cuchicheos.
Otros, si usted recuerda, gozaron de mi mediación para volver al redil, ya que habían roto en alguna ocasión con usted por diversas razones o estaban simplemente disgustados.
Conozco su teoría de “sonar el fuete de vez en cuando” para alinear la vacada, pero para hacer eso necesita ganado, ganado que se asuste de los estampidos del artificio, y requiere de reses mansas, enfermas o cansadas. Conmigo no funciona eso, porque yo no estoy en su corral, ni quiero estar donde sobran las vaquillas mansas y cautivas.
Fui su subalterno, su leal servidor, fui su amigo, nunca lo defraudé, pero no seré nunca su juguete, ni su sirviente, ni su esclavo. No soy como “los rocines falsos que cuando sienten la sangrienta espuela sucumben en la prueba”. Recuerde que yo también soy de allá, “de la tierra de María Santísima”, no me intimido ni me encojo. A veces “me ofusco” como usted, pero eso sí, sin tapujos, hipocresías, falsedades ni mentiras de conveniencia. Y aunque hubiese querido, a distancia prudente como he estado, seguir siendo su amigo, “tanto por lo dado como por lo recibido”, lamento que usted decidiera sacrificar mi sincera amistad, de manera definitivamente irreversible.
Dejemos al tiempo, juez severo, que diga la última palabra.
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